sábado, 6 de marzo de 2010

LA NUEZ VANA

La nuez vana

(2007)

1a. Edición - Editorial Jus/UANL

Agosto de 2009

341 páginas

ISBN 978 - 607 - 412 - 032 - 5


Cuando la cápsula Apolo se posó en la superficie lunar, millones de ojos en el mundo dieron cuenta del suceso, no así los de Edelmiro Cortés quien, vencido por una genial borrachera, deja pasar el único momento que ansiaba ver. A partir de ese día, su vida se vuelve un caos que lo llevará al pueblo de San Cirilo, donde descubrirá los lazos que lo hermanan con la familia Barrón que, al pie de un nogal seco, ha visto perderse su heredad. Con una trama que corre desde los días de la Reforma hasta la sorprendente aventura lunar es como Jorge Rodríguez reconstruye en La nuez vana una historia de obsesiones: la de un hombre por el viaje a la luna y la de una familia golpeada por la malafortuna, que van dejando tras de sí un sendero de nueces huecas y cápsulas pobladas por el olvido.


Jorge Rodríguez, Monterrey, 1957.
Artista plástico multidisciplinario y prolífico autor de ficciones, es miembro de la Cátedra de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey
, ha participado en los programas de la Secretaría de Extensión y Cultura de la UANL (2006), y del CRIPIL Noreste (2005). Se han publicado a la fecha sus novelas El medallón de las rosas (Conarte), Martín Calavera (Erre con Erre), No nos pongan flores amarillas (Erre con Erre), y La Dama de Bohemia (UANL/Erre con Erre).


Otras novelas del mismo autor:


envios@jorgerodriguez.com.mx



UNO

Pertinaz como pocas veces, nadie espera que dé tregua hasta la madrugada. Son ya seis horas de temporal con fuertes vientos; los inquietos nubarrones se transforman a contraluz de los relámpagos en sombras prietas que se desgajan desde las alturas, sombras negras como el morro del animal que trepa con dificultad entre los cortinajes del diluvio. Las pezuñas le resbalan y lo hacen trastabillar, poniendo en riesgo la integridad de sus patas y la vertical del jinete. Arropado con un amplio capote, el hombre corpulento lo espolea con desesperación, arreando a voces su impaciencia por sobre el fragor de la tempestad. Un rayo cruza sobre sus cabezas, va dibujando una maraña de fuego y termina su vertiginoso viaje reventando en las paredes del cañón con un terrible estampido; la bestia tensa el cuello asustada por el estruendo y trata de liberarse de la rienda con violentos cabeceos. El jinete le palmea la crin remojada y aferra la brida para no perder el control: tienen más de seis años cabalgando juntos y no es el momento para una discusión sobre la jerarquía de mando en el binomio. La bestia cede y logran terminar el ascenso. Salvado el barranco, cruzan con paso incierto entre charcos y arbustos carbonizados hasta encontrar la boca oscura de una mina abandonada. Sin perder el paso se internan en el socavón: el ambiente es húmedo pero se está a resguardo de la lluvia, un lugar donde cabalgadura y caballero pueden dejar escurrir las abundantes aguas de la intemperie.

En la oscuridad, la flama de un cerillo es suficiente para alumbrar el sitio: el techo entibado con barrotes de madera embreada apenas permite al hombre permanecer erguido sobre el caballo. Una corriente de aire le sacude el fuego; de inmediato junta sus manos para protegerlo y lo acerca a una antorcha ensartada entre las rocas de la pared. Ésta responde encendiendo su luz temblorosa y el jinete se apea de la montura. El animal profiere un rugido gutural y un fuerte resoplido al sentirse desmontado; sacude la cabeza, la baja por instinto y busca en el suelo arrasado algún vestigio de yerba. El hombre se quita el sombrero y se deshace del capote, lo sacude con fuerza y deja todo en el suelo, junto con las alforjas. Toma el hachón reluciente y se interna en la galería; conforme avanza, se va apagando el eco de la lluvia y lo sustituye el resonar de sus pasos graves, acompasados, como midiendo el terreno. Al llegar a una bifurcación, toma el camino de la derecha, el más angosto de los dos, y alcanza a escuchar un relincho nervioso del caballo. El pasadizo es sinuoso y está plagado de escombros, ropa vieja y herramientas oxidadas, vestigios de la explotación de aquella garganta desairada hacía más de un siglo, desde que los extranjeros se retiraron arruinados por la infame producción de la veta. Con algo de prisa recorre poco más de veinte metros y se detiene frente a una reja cerrada con candado. Toma la tea encendida con la mano izquierda y con la derecha manipula la cadena que lleva al cuello: una rústica sarta de eslabones oscurecidos por el óxido, de donde penden cuatro llaves. Trata de meter las primeras dos sin lograrlo; la tercera se va hasta el fondo del cerrojo, la encastra entre los discos y batalla torciendo el vástago para hacerla girar. Abierto el candado, lo retira de la gruesa aldaba y empuja con fuerza; la reja se mueve perezosa, gimiendo su soledad interrumpida conforme le franquea el paso. Treinta metros adelante, voltea hacia la izquierda y se detiene frente a un portón de placa metálica; inserta la primera llave, abre la cerradura sin tanto esfuerzo y entra a un pequeño salón de mayor altura que la galería, con paredes inclinadas y techo combado, como las bóvedas de ladrillo que resguardan el cereal en las alhóndigas del altiplano.

Al fondo, otra reja con candado, el turno para una de las dos llaves restantes y el paso a un túnel angosto y alto, muy alto, con paredes de roca basáltica: una grieta formada en las entrañas de la sierra con curso ascendente y trazo irregular. El suelo de piedra molida cruje con cada paso cuando apoya los tacones de las botas. A mano derecha, detrás de una roca inclinada, la última puerta espera por la cuarta llave, la más grande de todas: tiene en su cara un calado que recuerda la cruz de Calatrava, con los brazos cuadrados y una flor de lis en cada extremo. Forcejea para alinearla y hacerla girar, más por la premura con que lo intenta que por la precisión de la forja. El roce metálico del pasador y un fuerte chasquido anuncian el acceso libre a la última cámara; al abrirse la puerta, una corriente de aire jala los humos del pasadizo y los lleva en ráfagas hacia el interior. Es una sala muy amplia, tal vez de doce por ocho metros, de paredes irregulares, tan alta como la grieta y, al parecer, también de formación natural. La corriente alarga la flama del cuelmo, la gruta se ilumina como un gran salón y se va dispersando el humo. Una boca renegrida en lo alto de la pared del fondo parece hacer tiro al aire que entra desde el túnel. Desperdigadas en el suelo irregular pueden contarse cerca de veinte castañas de madera y otros tantos sacos de ixtle de tejido muy cerrado y formas abotagadas. Clava la antorcha entre los sacos y se dirige al arcón más cercano; lo abre apresurado, remueve las bolsas de lona que hay en el interior y adivina su contenido por el resonar metálico. El descubrimiento lo deja aturdido, contiene una exclamación y silba por lo bajo, mira a su alrededor como buscando algo: ¡las alforjas, necesito las alforjas!, grita. Toma la antorcha y sale apresurado a buscarlas. El viento fresco y húmedo que no ha dejado de soplar desde que abrió el portón le crispa la piel, se talla los antebrazos para mitigar la sensación y jala el pesado cancel. Corre el pestillo con la llave y se retira por el angosto pasaje hasta la siguiente reja. Cuando está cerrando el candado, escucha un ruido a sus espaldas, voltea y atraviesa por instinto el vástago de la antorcha para desviar la trayectoria de un cuchillo que pasa rozando su espalda.

Pierde el equilibrio y cae aturdido; se levanta esgrimiendo el hachón mientras trata de sacar un revólver que lleva al cinto. El atacante aprovecha su desconcierto y le asesta una segunda cuchillada. Esta vez el acero corta por debajo de las costillas y le arranca un gruñido de dolor, un jirón de ropa y un pedazo de carne. Patalea en un esfuerzo por retroceder y agita histérico la antorcha. Entre gritos de pavor, se lleva la mano derecha al vientre para mantener el colgajo en su lugar y detener el flujo de sangre, siente su calor en la mano y la tensión del momento en las sienes. No puede pensar con claridad, está perdiendo fuerza y las sombras lo confunden. Con sus movimientos, el fuego proyecta una danza de claroscuros que se revuelven en las paredes; la antorcha va y viene hasta que logra estrellarla en un cuerpo, que de inmediato se enciende con la brea. Se escuchan gritos estridentes, de desesperación, de lucha. Una espalda en llamas, el brillo metálico del cañón de un arma, mato o me matan, el ataque, la defensa; el fulgor del cuchillo cruza la escena y se encaja profundo en carne blanda; un tajo en la cintura, una violenta sacudida, dos cuerpos rodando, fuego tembloroso, una detonación, un grito ronco, destemplado; un segundo, un tercer disparo, jadeos, sudores, sangre y tierra. Sin soltar el arma ni las tripas, el hombre se incorpora y patea al caído: no hay respuesta; guarda el revólver en la caña de la bota derecha, toma el cuelmo ardiente y se aleja sin pensarlo en busca de la salida. Empuja la puerta de metal sin cerrarla, cruza la primera reja del túnel con movimientos arrebatados y recorre apurado la galería y los últimos metros que lo separan de su caballo. Monta con dificultad, lo espolea aferrado al cabezal de la silla y revuelve sus cabellos con las crines de aquel cuello turgente, hasta confundir humores y temblores en un solo cuerpo sudoroso. Herido de muerte, deja atrás las alforjas, el capote y el sombrero. La lluvia le lava el sudor y diluye el rastro de sangre que va dejando tras de sí al bajar el pedregal; urge al caballo y, al llegar al camino enlodado, le suelta la rienda: está a punto de la inconsciencia y es incapaz de dirigir a la bestia.

Al sentir flojo el bocado, el caballo corre a galope tendido por más de tres kilómetros; logra sortear el laberinto de la ciénega y recorre el terreno agreste hasta llegar al empedrado en los jardines de una mansión. El hombre permanece derrumbado sosteniéndose el bajo vientre, incapaz de cortar la hemorragia: la vida se le escapa a borbotones y no puede remediarlo. Al llegar frente a la escalinata de la entrada, el caballo relincha con fuerza. A las voces del animal, el ama de llaves se asoma por una ventana y reconoce al patrón al instante, llama a gritos a un mozo y entre los dos lo ayudan a desmontar para meterlo a la casona. El hombre pide que lo lleven a la biblioteca y los manda en busca del doctor. Al quedarse solo, manotea en el sofá hasta encontrar un cojín y lo presiona contra la herida para contener el flujo de sangre. Se arrastra hasta la puerta y la cierra con el pasador. Apoyado contra el muro, alcanza el primer librero y busca con desesperación entre los lomos. Con su mano derecha ensangrentada y temblorosa, saca un libro forrado en piel áspera, lo avienta sobre el escritorio y se deja caer en el sillón reclinable. Es un libro que recuerda los volúmenes medievales, aquellos tomos de copistas de monasterio, con el cajo encastrado y el lomo repujado en costillar. Abre el enorme diario, toma la cadena que trae al cuello, la abre con dificultad y coloca las llaves en un inserto de cartón con las siluetas caladas. El olor de la agonía impregna el ambiente, las manos pálidas se le crispan y sus piernas caen inertes. Toma una pluma y garabatea en la última página del libro. Arranca la hoja, la pliega y la rotula por fuera con el nombre del notario. Los golpes en la puerta y los gritos del chofer lo apresuran. Saca el revólver de su bota y lo pone sobre el escritorio. Con dificultad logra mover una pieza del mueble y libera una gaveta oculta bajo la gruesa cubierta. Sin perder tiempo, mete el arma junto con el diario y cierra el compartimiento. El sudor y la sangre que le escurren de las manos entumecidas y del rostro descompuesto manchan todo a su alrededor; su cuerpo se contrae con fuertes convulsiones, trata de levantarse, las piernas le flaquean, cae rodando sobre un costado y estrella la cabeza contra una pata del escritorio.

Afuera del salón, el mozo y el chofer forcejean con las puertas, empujan con frenesí para hacerlas ceder. El doctor llega apresurado, tiene el rostro encendido, mira a su alrededor y, sin pensarlo, lanza un busto de mármol contra el picaporte, la chapa se revienta y las puertas de encino se abren con estrépito. El olor a vísceras los asquea y los hace retroceder. El doctor se cubre la nariz con su pañuelo y rodea el escritorio. Tirado en el suelo junto al reclinable de orejas, yace el cuerpo ensangrentado de Augusto Molinar, sin pulso y sin resuello, sin vergüenza y sin recato, con los dentros no tan dentro y el ombligo cercenado. Demasiado tarde, dice el galeno. Yo diría que antes de tiempo, secunda el chofer: al patrón le sobraba ánimo. El ama de llaves se retira, va conteniendo las arcadas y busca el aire fresco. Los tres hombres permanecen mirando la escena; el mozo reacciona, busca el mantón del piano y lo extiende sobre el cadáver. No queda mucho más por hacer además de dar parte a las autoridades. En menos de una hora la habitación se llena de gente: el juez, el forense, el alguacil con tres auxiliares, dos camilleros del sanatorio, el notario, el cura y un gacetero sin jurisdicción. El chofer y el mozo vigilan con suspicacia, que así se han perdido cosas. Encima del escritorio quedó a la vista el folio dirigido al notario. El alguacil lo toma para hacer entrega: usted sabrá lo que procede, le dice: eso ya no es cosa nuestra. Continúan las diligencias por espacio de tres horas y se van retirando conforme terminan su asunto. Al filo de las dos de la mañana, con la lluvia aún cayendo, las rejas de la mansión se cierran detrás de la berlina del doctor. Por órdenes del alguacil, la biblioteca se cierra y permanece en custodia. El chofer y el mozo corren la vigilia con el auxiliar asignado, repasan lo sucedido y evocan recuerdos de su estancia en la mansión.

Al rayar la alborada regresan el sol y el ama de llaves, el primero con sus destellos anaranjados entre nubes grises y ella más en su color. El cielo plomizo con resabios de la víspera viste de luto al paisaje; al punto de las tres de la tarde, rocía la hacienda con una finísima llovizna que hace brillar paraguas, gabanes y sobretodos. La discreta ceremonia atendida por los más cercanos al difunto inicia con una misa y las bendiciones obligadas en la capilla de la hacienda, para terminar con la inhumación del cadáver en la oscura cripta debajo del mismo recinto. Corridas las exequias, el notario se encierra con el personal de la mansión: trae un pliego que ya obraba en su poder, con instrucciones para la servidumbre y la indicación de ejercerlas a la brevedad posible cuando faltara el patrón. Les toma el siguiente día y la mañana del segundo cubrir con mantas el mobiliario de la casona, cerrar con seguro puertas, ventanas y contraventanas, y repartirse los animales que servían de tracción y sustento en vida de Augusto Molinar. Concluido el protocolo, el fedatario liquida a la servidumbre de acuerdo con la voluntad escrita, y asienta en el acta el cierre de la Hacienda del Peñón hasta encontrar al heredero universal de todos los bienes.